La palabra prohibida

Por esta época en la que reina la confusión y la incertidumbre, muchas personas se han dado cuenta poco a poco que el estilo de vida que se venía llevando hasta ahora no proporcionaba satisfacción más allá del momento en el que complacíamos esos impulsos de consumo y desenfreno, para después retornar, de manera cada vez más veloz, a ese vacío perenne al que tanto se teme. Como consecuencia, hay cada vez mayor demanda de una perspectiva diferente y que no se base únicamente en lo material para encontrar alguna respuesta satisfactoria.

Sin embargo, cuando se menciona la palabra «espiritualidad» o «espíritu», los potentes rezagos de la educación judeo-cristiana que la mayoría de nosotros ha recibido, generan un rechazo casi automático, porque asociamos este término con «religión», «dogma» o «la ley del karma». Nada más lejos de la verdad. Si bien es cierto que esta expresión se ha asociado tradicionalmente con aquello incorpóreo perteneciente a una entidad superior, es importante tener en cuenta que va más allá de cualquier vínculo a un movimiento o corriente de pensamiento en particular y se refiere más bien a la capacidad que tenemos de conectar con toda la energía y la vida que nos rodea.

La espiritualidad necesita de «mantenimiento», porque es aquello que mantiene la coherencia necesaria para entender y sobre todo, sentir el pulso del mundo en el que vivimos. Así como alimentamos y aseamos nuestro cuerpo, es importante cuidar de nuestra espiritualidad a través del silencio, la meditación, el cultivo de aficiones que nos reconcilien con nosotros mismos y el entorno y sobre todo, mediante el contacto con otras personas que compartan los mismos intereses.

La espiritualidad no es una simple palabra: es la definición de nuestro enlace con el planeta y todo lo que en el habita. Es esa antena que nos permite percibir la vida y apreciar toda su extraordinaria complejidad y belleza.